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sábado, 10 de agosto de 2013




CUENTO
                                                                Octavio Acosta Martínez



LA TAZA DE CAFÉ


“La vida es sólo una taza de café
                                                                                                          tras otra,  y no preocuparse
                                                                           por otra cosa”.

Bertrand Russell














        Salí del Banco después de cobrar mi pensión del seguro social y me dirigí a la librería que estaba en la planta baja del mismo centro comercial. Me dediqué a la revisión de rigor que hago en mis visitas a las librerías. Normalmente me paseo por casi todas las categorías señaladas en los estantes. Digo “casi”, porque paso de largo por las correspondientes a autoayuda, que me parece deberían estar junto a las publicaciones de esoterismo. Ambas son igualmente tontas e inútiles.

         Estas rutinas de revisión bibliográfica las realizo de manera automática y como una obligación que me he autoimpuesto, quizás para justificar mi estadía en un centro comercial que aparte de la utilidad funcional que prestan los Bancos, no tienen prácticamente nada que ofrecerme. Las mismas tiendas de siempre, la misma exhibición de zapatos, vestidos, relojes, las ventas de celulares, las tiendas de fotos, las tienditas de pasillos con sus franelas de clásicos estampados artesanales, banderines, lapicitos, colgaderos de llaves  con ingeniosas frases en cartelitos (“¿Dónde coño están las llaves?”); la feria de la comida con las franquicias que encontramos en todas partes; salas de multicinema donde se proyectan las últimas películas de la nada original industria estadounidense, alguna tienda de discos y videos. No pueden faltar las ventas de helados, para satisfacer las necesidades de los niños y mantenerlos tranquilo mientras los padres vitrinean y compran… y los cafés.

         He obviado incluir en la lista las librerías, pues ya ustedes saben que estoy en una. Hay otra a la que también visito. Estas dos librerías no escapan a la política de franquicias que gobierna toda la vida comercial y a ellas las encontramos en cuanto centro comercial de cuanta ciudad del país podamos visitar, vendiendo los mismos libros y los mismos útiles escolares. Esto no deja de tener su ventaja para mucha gente que dispone de poco tiempo o de pocos recursos para desplazarse, pues si usted va a un centro comercial, ya fue a todos.
En esta oportunidad realicé mi revisión con la mirada un poco perdida y sin mucho interés realmente en lo que estaba haciendo, pero seguramente algo compraría y efectivamente, así fue. Me interesó un libro de Francis Fukuyama, aquel mismo que desencadenó esa ola de fin de todas las cosas, cuando publicó sus ensayos El fin de la Historia y el último hombre. Tenía ahora en mis manos su última publicación que para ser consistente con la actualidad filosófica-epistemológica, se llamaba El fin del hombre. Menos mal que el lenguaje bolivariano no ha llegado a esta intelectualidad. De lo contrario el título hubiese sido El fin del hombre y de la mujer, y hasta allí llegaría también mi afición por la lectura (el lenguaje bolivariano es incalable). Un subtítulo a continuación indicaba el sentido del discurso que desarrollaría en esta oportunidad: de la revolución biotecnológica. Una breve revisión del texto de la contratapa me convenció de que ése era el próximo libro que engrosaría la colección de mi biblioteca particular. Tengo la esperanza de que no haya sido manipulado por la palabra revolución, pero uno nunca sabe. ¡Con estos mensajes subliminales!

Me dirigí con el libro en la mano hasta el mostrador donde está la caja. Saqué mi tarjeta de débito y mi cédula de identidad y se la entregué a la chica que cobra, quien la procesó y… afortunadamente la tarjeta pasó. Algunas veces no lo hace por razones que son para mí desconocidas. En esos casos, debo pagar en efectivo, sacar otra tarjeta que será sometida a la misma prueba, o dejar allí la “mercancía”. La muchacha me puso sobre el mostrador una copia del recibito de la tarjeta y un bolígrafo.
-Cédula y teléfono, por favor –me dijo con voz amable, pero totalmente impersonal.
Éste es otro misterio que está fuera del alcance de mis posibilidades cognitivas. He comprado en esta librería desde mi época de estudiante y antes de que ella misma fuese una franquicia. Muchos años han pasado desde entonces. Cuando la chica introduce el número de mi cédula en la computadora, allí aparezco yo. Seguramente estarán también mi número de teléfono, mi dirección y cuantos datos me han pedido a través de tantos años. Sin embargo, cuando acudo a la caja soy un desconocido que se presenta por primera vez. Si algo no saliera con la calificación de “aprobado” no habrá consideración de ningún tipo. ¿Para qué será ese “cédula y teléfono, por favor”, aun teniendo ella mi cédula laminada en sus manos y estando el número registrado en la computadora? Con esa misma tarjeta he comprado en el exterior, donde no tengo una dirección, ni un número telefónico, ni una cédula. Sólo un pasaporte que nunca me han pedido, y todo ha marchado bien. ¿Podría considerar esto como una expresión más de nuestro subdesarrollo sin que me tacharan de extremista?
Bueno, cumplí con el ritual y salí de la librería con Fukuyama metido en una bolsa. A diferencia de todas las otras veces, en esta oportunidad no fui a la otra librería, ni tampoco a la venta de discos. Sólo deseaba una cosa: tomarme un café.

Subí al segundo nivel donde está uno de los cafés de pasillo, con mesitas al lado de la baranda desde donde un espectador alienado puede ver pasar por su lado a la otra gente alienada, posando su mirada hacia todas partes en busca de cualquier cosa que les permita sorprenderse. Es difícil sorprenderse ante lo que se repite todos los días y en todas partes, pero la gente, igual se hace la sorprendida. Eso forma parte del juego.
Me senté en una de esas mesitas y al rato se apareció el tipo (no parecía un mesonero, era el mismo que estaba tras el mostrador preparando las cosas) y quien me hizo la pregunta de rigor:
-¿En qué le podemos servir?
-Tráeme una taza de café, por favor –le respondí.
-¿Cómo lo quiere?
-Me gustaría un guayoyo –respondí otra vez.
-¿Grande o pequeño?
-Que sea grande –le dije.
 Ya estoy acostumbrado a que los conceptos de grande y pequeño han cambiado y si alguien pide un café pequeño tiene que atravesar una ancha capa de espuma antes de que sus labios alcancen a mojarse con el poquito de café acumulado abajo.
El tipo se tomó de nuevo su tiempo hasta que se apareció con la taza de café, dos bolsitas de azúcar y una cucharita, que colocó frente a mí. Creo que había una o dos galleticas en el platico.
-Aquí tiene, jefe.
-Muchas gracias.
Ya me he acostumbrado a la denominación de “jefe”. Al fin y al cabo me la he ganado con los años.
Destapé las bolsitas de azúcar, las vertí en el café, revolví con la cucharita y tomé mi primer sorbo.
Dejé la taza en la mesa, abrí la bolsa donde estaba Fukuyama, le quité el plástico al libro y me puse a revisarlo con indiferencia.


         En eso estaba, cuando de pronto escuché una voz que me decía:
         -¿Por qué finges que estás interesado en revisar ese libro?

     Me sorprendí e inmediatamente subí la mirada para ver quién me hacía esa pregunta tan impertinente. Antes de decidir si molestarme o no, preferí cerciorarme primero de si era un broma de algún amigo que iba pasando. Pero no, no vi a nadie. Me levanté de la silla para buscar mejor y efectivamente, allí no había nadie. Seguramente fue una ilusión, o quizás una frase captada al azar de alguna conversación que atravesó el pasillo.
        Me dispuse a sentarme de nuevo cuando volví a escuchar la voz:
      -A ti no te importa ese libro, se te ve en la cara. Estás matando un tiempo del que no sabes cómo disponer.
       La sorpresa ahora fue mayor, porque después de convencerme de que no tenía ninguna persona cercana, pude constatar que quien me hablaba era la taza de café.
      Haciendo un esfuerzo por superar el impacto decidí seguirle la corriente para ganar tiempo y ver si se me despejaba la mente y se aclaraba la situación.
    -¿Por qué piensas que no me importa el libro? –le dije, pero mirando disimuladamente a los lados para ver si alguien me observaba hablando con una taza-. Si no me importara no lo hubiera comprado.
     -Sí –ripostó la taza de café-, yo creo que te interesa el tema y seguramente lo leerás luego, en tu casa; pero en este momento no es el libro lo que te importa.
    -¿Y qué sabes tú de lo que me pueda importar o no? –Me sentía un poco molesto ante la intrusión de la osada taza-. ¿Eres psicóloga o qué?
    La taza no cambiaba de forma ni experimentaba ningún movimiento sobre la mesa, pero yo comenzaba  percibir en ella una cierta expresión de autosuficiencia. Se tardó unos segundos para responderme, lo cual hizo con voz apaciguadora y filosófica:
     -Recuerda que soy una taza de café y he pasado por muchos labios, en esta mesa y en las otras vecinas que tú estás viendo. Labios jóvenes, labios viejos, labios de hombres, labios de mujeres, labios de gente con madurez y formación, labios de gente sifrina –la taza hablaba con dominio y conocimiento-. Con tantos contactos he aprendido a leer el interior de las personas. Sé cuándo están contentas, cuándo están preocupadas, cuándo están tristes, cuándo están molestas, cuándo están indiferentes, cuándo esperan algo y cuándo no esperan nada…
     La taza iba a continuar en su discurso, pero yo la interrumpí bruscamente:
         -Ajá, ¿y yo cómo estoy? –pregunté.  
         -Tú estás solo –respondió tajantemente.
        -¡Vaya descubrimiento! –repliqué con ironía-. Cualquiera puede ver que estoy solo.
         -No, no –me interrumpió la taza-. Yo me refiero a solo. Solo de soledad. Solo de necesitar a alguien, solo de querer compartir y no tener con quién, solo de que no tienes en este momento a nadie con quien comentar sobre ese libro que quizás entonces sí te interesaría.
       Repentinamente me faltaron las palabras. Por una parte, la incomodidad de en cierta forma sentirme descubierto.  Por otra parte, sin todavía superar mi incredulidad de estar hablando con una taza. Sin embargo, ya poco me importaba si alguien me observaba o no. Sólo pensaba que me estaba entrampando en una misteriosa conversación que no sabía a dónde conduciría. Decidí averiguarlo.
         -Supongamos que todo eso sea cierto…
         -¡Es cierto! –me interrumpió la taza.
      -Espera, déjame terminar. Supongamos que sea cierto. ¿Qué debería hacer, entonces? –fue mi pregunta.
      -Bueno, una cosa que puedes hacer es invitar a alguien a compartir contigo una taza de café –dijo.
         -¿Y qué si te digo que ya invité a alguien? –dije, mirándola fijamente.
         -¿Y dónde está ese alguien? No veo a nadie.
         -No sé, no me ha respondido –dije
         En este momento me sentí como si estuviera sentado en una consulta psicológica y esperaba con interés las respuestas del especialista. De la especialista, quiero decir.
         -¿Cómo hiciste para invitarla? Porque me imagino que se trata de una ella. ¡No estarás así porque no te ha respondido un él! –dijo con sorna.
         -Bueno, tú eres la que ha aprendido a leer el interior de las personas a través de tus contactos con los labios –respondí también con ironía-. ¿Quieres que te dé otro sorbo para ver si te aclaras?
         -No, no es necesario –dijo la taza-. Da el sorbo si tú quieres. Éste es tu café y yo, por ahora, soy tu taza. Pero sé que se trata de una mujer. Lo que no me has respondido es cómo fue la invitación.
        
         A estas alturas no tengo ningún tipo de aprehensión, estoy metido de lleno en la situación que antes me parecía absurda. Ahora me parece lo más natural y estoy interesado en la opinión de una taza de café que me ha adivinado mejor que cualquier persona. Ninguna de las personas que pasan por el pasillo, mirando cosas interesantes para comprar me hubiese descubierto de esa manera al verme sentado en esa mesita.  Así que le respondí a lo que preguntaba:
          -Le escribí un email y le hice la invitación.
         -¡Esto de los email…! No termino de comprender. Bueno, ésa parece ser la nueva realidad. Pero no se puede tomar un café por correo, ella tendría que estar aquí –más que una respuesta parecía ser su propia reflexión -. ¿Por qué no te ha respondido?
         -¡Qué sé yo! –dije- A lo mejor no le interesó.
       -Pero pudo haberte dicho que “no” de una manera diplomática, si ése fuera el caso. ¿No será que no se lo supiste pedir?
       -¡Ahora sí!... –exclamé- ¿Es que ahora hay que hacer un Diplomado o una Especialidad, una Maestría tal vez, para invitar a una chica a tomarse un café? –me estaba exasperando un poco-. Uno la invita y punto, ¿qué misterio puede haber en eso?
         -Cálmate –me dijo la taza en tono tranquilizador.
       -¡Qué calmarme ni qué nada! –ahora sí me estaba colmando el ánimo-. Yo estaba tranquilo tomándome mi café ¿Por qué viniste a jurungarme?  Al fin y al cabo, ¿a ti qué te importa? ¿Es ése tu problema?
       La taza se sintió un poco intimidada por mi reacción y adoptó un aire mesurado de comprensión y de parecer ser ella ahora la que necesitara un apoyo.
        -Aunque tú no lo creas a mí me importa mucho, y en cierta manera sí es también mi problema –fue su inesperada respuesta.
    Con estas palabras la taza logró sorprenderme y dejarme un poco desequilibrado. Tratando de recobrar el control de la situación, repregunté:
       -¿De qué forma es éste tu problema?
       La taza vaciló un poco antes de responder.
       -Verás –me dijo-, a mí tampoco me gusta estar sola –la taza adquirió un tono melancólico-. Me gusta tener otra taza al lado. En este momento, tú me ves, estoy sola sobre esta mesa. Sería muy distinto estar acompañada y escuchar el sonido agradable de una conversación en la que nosotras seamos una bonita excusa. De vez en cuando recibir un sorbo y a través de él sentir la alegría y la satisfacción de una comunicación. No hay nada más triste que un silencio anhelante. ¿Comprendes porqué me entrometí? 









         Casi comprendí,… pero ¡no! ¿Qué es esto? ¿Me estoy volviendo loco? No me puedo dejar sugestionar por una taza. Esta conversación no existe, yo no estoy esperando a nadie y me siento muy interesado en leer mi libro.
         Me tomé de un trago todo el café que quedaba, pedí la cuenta y puse el importe sobre la mesa.
       Doblé varias servilletas y se las atapucé a la taza…por si acaso… para que no pudiera hablar más. Tomé a Fukuyama y lo metí de nuevo en la bolsa, me levanté de la mesa y me retiré. Cuando bajaba por la escalera mecánica volví la cabeza y vi cómo  el tipo  retiraba la taza y la llevaba al fregadero del negocio. “Ahora te van a lavar la boca –pensé- para que no seas tan habladora”.

      He llegado a mi casa y me he puesto cómodo. Me puse un short, una franela, me quité los zapatos y medias y me puse mis confortables cholas viejas de siempre. Ahora leeré a Fukuyama. “El fin del hombre”. ¿Qué querrá decir Fukuyama con esta vaina? ¿Será el fin del hombre por culpa de la mujer?











8 comentarios:

  1. En relación a la pregunta final me vino a la cabeza un señalamiento que leí recientemente en un libro de Coetzee llamado Juventud, donde el autor exclama: «¿Esto es lo que la pasión hace con un hombre: robarle el orgullo?»
    Y me quedé pensando, sin importar si es el hombre o la mujer, ese pequeño diálogo con la taza, desde una historia figurada y de manera simbólica, trata de exponer lo que la soledad puede representar en un pequeño instante cuando se desea contar con alguien afín que comprenda lo que se tiene entre manos. En este caso el libro de Fukuyama. ¿Será así?

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    1. Puede ser el libro de Fukuyama o cualquier otra cosa. Pero ésta es una obra de ficción. Que tiene elementos de la realidad, es verdad, porque eso es lo que uno hace cuando escribe: toma elementos de la vida real, las combina con la fantasía, y recrea una nueva realidad.

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  2. muy interesante la historia, en estos momentos en que leí el diálogo, el mísmo era mi taza y yo era tú. Anoche soné con ustedes, un sueno bien interesante que te comentaré un dia de éstos. me gustó mucho, una historia muy reveladora sobre los tipos de soledad que vive el hombre. besos.

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    1. Entendí la relación. Sí, hay cosas que son universales.

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  3. QUE BUEN CUENTO SR OCTAVIO, BUENA LA INTROSPECCION... AUNQUE ALGO PREOCUPADA POR USTED... QUIZAS EL LENGUAJE BOLIVARIANO NO LLEGUE AÚN A CIERTOS TITULOS DE ESCRITORES TAN NUESTROS, PERO TENGO PAVOR DE QUE COMIENCE UNA PARANOIA COLECTIVA AL HABLAR CON ANIMALES Y OBJETOS! ;-) SE LE APRECIA Y QUE LLUEVAN MAS CUENTOS!

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    1. Muchas gracias. Trataré de que lluevan más cuentos. Puede ser que lo que llueva es café, como en éste.
      saludos

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  4. Un ritual que tengo (aparte de que soy bebedora de café compulsiva) es sellar una amistad con una buena taza de café. Siempre al conocer alguien de forma casual, la despedida es: "Te llamo para tomarnos un café", puede ser el veintiúnico café con esa persona, puede ser el primero de muchos. Pienso como la taza:"...sentir la alegría y la satisfacción de una comunicación."

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  5. Excelente historia, Octavio. Te felicito. Yo también me sentí representado en "el bebedor de café". No dejes de escribir nunca; lo haces muy bien.

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