embed src=http://flash-clocks.com/free- embed src=http://flash-clocks.com/free- La Taguara Exquisita: 2013

miércoles, 18 de septiembre de 2013









CUENTO


LA SABROSONA

Octavio Acosta Martínez

Si usted piensa que este cuento 
se parece a la realidad, está equivocado.
Porque es la realidad 
la que se parece a los cuentos.



         La Universidad donde trabajaba el profesor Rómulo Mendoza estaba dispersa por toda la ciudad. Una Facultad en el centro, otra Facultad en el sur, tres Facultades en el norte, institutos de investigación regados por edificios rentados, servicios de bienestar estudiantil en un centro comercial. Y el Rectorado, en la principal avenida de la ciudad, constituyéndose en una especie de centro de gravedad en el que convergía la totalidad de gestiones administrativas-académicas de la institución. Todos los profesores y empleados tenían que trasladarse con mayor o menor frecuencia al Rectorado para tratar los múltiples problemas que se generan en la complejidad de una casa de estudios de un país donde la cultura dominante del poder es centralizar todas las funciones de decisión. Quizás por esta afluencia  de personas en un punto, se dio esa relación tan particular entre un grupo de profesores y La Sabrosona.

La Sabrosona era un bar. Un bar que estaba justo frente al Rectorado. Era el bar del portugués Cesareo. Pero la fachada que presentaba el negocio al público era la de una arepera, el bar estaba detrás y no se veía desde la calle. La relación de los profesores con el bar se dio a través de la arepera. Muchas veces cruzaron la calle para tomarse un café o comerse una arepa, y terminaron descubriendo el bar. En algún momento surgió la idea de tomarse una cerveza y poco a poco varios universitarios se convirtieron en adictos al local. Todo fue pues, un proceso y sólo se sabe que en algún momento La Sabrosona comenzó a ser sentida como una especie de templo divino, un recinto al cual se le profesaba real veneración por un grupo particular de profesores.

         Esto, que parece una exageración, en verdad no lo es. Las crónicas de la época atestiguan la relación de espiritualidad que este grupo mantenía con ese recinto.  La Sabrosona era la prolongación de su Alma Mater. También era su ateneo, su casa de la cultura, su museo, su centro de entretenimiento, su peña cultural, y algo más que se descubrirá más adelante. Después de dar clases y salir del resto de actividades, que eran muy variadas (tomar café, conversar en los pasillos, tomar café, conversar en las oficinas, tomar café, jugar cachito, tomar café), los profesores iban a refrescar sus mentes en La Sabrosona.

         Pero La Sabrosona, para decirlo como debe ser, era un bar de mala muerte. ¿Que qué es un bar de mala muerte? ¿Me estás preguntando eso? Imagínate lo peor, lo menos reconfortante, el clima humano más inhóspito, informalidad llevada a extremos de grosería y eso es un bar de mala muerte. ¿Que porqué la gente va a un lugar así? Debe ser porque hay gente que le gustan los lugares de mala muerte. ¿Qué te describa La Sabrosona? El ambiente era cerrado y húmedo, siempre en penumbras, por la escasa luz que entraba y por “el humo del cigarrillo que me hace llorar”. Recuerda que estaba detrás de la arepera.

       Entrando, a la derecha, se podía ver una rockola, la cual, a todo volumen, se encargaba de hurgar en la sensibilidad musical de los asiduos de este Centro. Al templo se entraba por un estrecho pasillo situado al lado derecho de la arepera. Se subía por dos pequeños escalones, se adentraba en el pasillo cuya oscuridad ya anunciaba el ambiente que se encontraba tras la puerta que aparecía al final. El portugués se repartía entre preparar arepas y atender a sus clientes de adentro. Cuando eran clientes importantes se dedicaba enteramente e ellos.



         ¿Qué más se podía encontrar en este templo-peña? ¡Meseras! No podían faltar las meseras, si no ¿cuál sería el gancho? Las meseras eran las sacerdotisas encargadas de cautivar a los clientes y ganarlos para el culto-consumo divino. Ellas se sentaban con los fieles para incentivarlos a consumir, para ellos y para ellas mismas. ¿Qué deseas tomar?... Bueno, un whisky. El profesor –porque de profesores se trata- pedía un whisky para ella y el portugués le enviaba una agüita que tenía previamente preparada con algún edulcorante y un componente color de whisky. Podía ser incluso, té. Con dos trocitos de hielo en un vaso old fashion y la complicidad de la penumbra de La Sabrosona, el camuflaje era perfecto. La mesera se tomaba la agüita y Cesareo cobraba un whisky 12 años. Mal negocio no era.


     Estas meseras jugaron un papel sumamente importante en la vida de varios de los profesores asiduos. No era sólo el hecho de hacerlos gastar e incrementar las ganancias de Cesareo, sino que además se prestaban para aumentar ellas sus propios ingresos a través de las salidas que programaban con los clientes al terminar el turno de trabajo. Algunos profesores se enamoraban de verdad, lo que trajo uno que otro divorcio, o separaciones que sirvieron para alimentar los corrillos en los pasillos de la Facultad. ¿Qué Facultad? La Facultad donde trabajaban estos profesores. Donde daban clases, tomaban café y jugaban cachito.

         Había una mesera muy hermosa llamada Jennifer. Jennifer era una morena alta, con un cuerpo exuberante, cabello largo ondulante y muy negro, labios carnosos, ojos de mora, rostro ligeramente ovalado. Parecía sacada de una telenovela. ¿Has visto las meseras de las telenovelas? En las telenovelas las meseras parecen sacadas de escuelas de modelos. ¿Y las cachifas? Las cachifas parecen todas Miss Universo, Miss Mundo, Miss Internacional. Las cachifas que van a las casas no son así. ¿Dónde se conseguirán las de las telenovelas? Pero Jennifer sí era una mesera de telenovela. Manejaba los tacones altos como una modelo profesional, y un movimiento de caderas que parecía hacer bambolear todo el local. Todos los clientes querían acaparar a Jennifer, se disputaban por tenerla en su mesa,… y un poco más allá de la mesa; pero el portugués Cesareo sabía manejar su cuestión. La dejaba un rato en una mesa, la enviaba luego a llevar un pedido a otra, después dejaba que ella escuchara con un tipo recostado una canción especialmente dedicada, y así.  No, el profesor no se la cantaba, la escogía de la rockola. De esta manera Cesareo alimentaba la esperanza de todos mientras el negocio prosperaba aceleradamente.


         No se sabía de dónde pudo haber sacado el portugués semejante mujerón, mujer que siempre hace surgir la pregunta cuando un cliente bondadoso se encuentra un ejemplar tal en un tugurio del estilo La Sabrosona. ¿Por qué estás en este lugar? Tú te mereces algo mucho mejor. La verdad es que pudieses estar donde te diera la gana, ¿no te gustaría? El pastor de turno siempre tiene la esperanza de ser él el elegido para tan alta misión humanitaria. Jennifer era una mujer para tenerla en forma exclusiva y para exhibirla. Tenerla de esta forma sería causar la envidia de todos y muchos compitieron para lograrlo, hasta que uno lo logró…a un alto precio.

         Para convencer a Jennifer, este profesor dejó su hogar, se divorció y se mudó con ella. El problema se presentó cuando la quiso incorporar a la vida social y exhibirla ante sus colegas y sus esposas, no tan afortunadas físicamente como ella. Un día hubo una fiesta de Navidad con los profesores y sus familias en el mejor hotel de la ciudad. El profesor llevó a Jennifer y pronto notó que lo fueron aislando hasta que se quedaron los dos solos en un rincón. Era lógico, los profesores la conocían, algunos habían estado con ella. Todos la desearon, pero ¿cómo mezclarla con sus esposas y su familia? Más que un rechazo por razones éticas, lo que muchos sintieron fue pavor ante la posibilidad de verse descubiertos. Después de un azaroso saludo inicial, fingiendo el mayor desconocimiento, optaron por la retirada estratégica hacia otros espacios del salón. ¿Quién es esa mujer que trajo el gordo Fierro? ¿Ella es profesora?, preguntaban las esposas sin ocultar su curiosidad. La mayoría de ellas conocían a la esposa del “gordo Fierro”. La verdad es que Jennifer podía pasar por profesora, modelo o lo que le diera la gana, siempre y cuando no abriera la boca; cuando lo hacía, era una mesera. Esto fue lo que más temieron todos. No sé, nunca la había visto. Al final, el profesor se tuvo que ir de la fiesta. Luego, dentro de los temas de conversación de los profesores se corrió la noticia de que Jennifer había dejado al gordo. Se cansó de que la mantuviera oculta en un apartamento y no la dejara ver con nadie. Después de la experiencia de la fiesta de Navidad, pasó abruptamente de la exhibición al encierro. Ella sintió que había estado más feliz en La Sabrosona.

         Otras historias, semejantes a la del profesor Fierro se dieron como consecuencia de las visitas cotidianas a La Sabrosona, algunas con peores consecuencias; pero las crónicas las tienen catalogadas en capítulos aparte. Seguramente serán descubiertas en algún momento.

         Cuando llegó el ingeniero Rómulo Mendoza contratado por el Departamento…, ¿Que cuál Departamento? Un Departamento de una Escuela de la Facultad… Bueno, él llegó -dicen que “toda escoba nueva barre bien”- con muchas ganas de trabajar y de aprender, de innovar, de hacer la revolución educativa, de producir cambios trascendentales. Las expectativas eran muy grandes. El estar en la Universidad, la casa que vence las sombras, le producía un cierto anhelo que tendía a paralizarlo. ¿Podría él estar a la altura de tan alta Institución? El ahora profesor Mendoza no conocía, por supuesto, las sombras de La Sabrosona. Él venía de la capital y se enfrentaba por primera vez al ejercicio profesional en la provincia. Pero todo estaba preparado para que pronto tuviera una experiencia muy especial.
   
      Mendoza fue informado por sus nuevos colegas de que se le brindaría una formal bienvenida en un sitio seleccionado, dentro de lo que para ellos constituía ya una tradición. Nada de extrañar, pensó él, seguramente es un proceso lógico de inducción para que la persona se acople más fácilmente a su nuevo ambiente. Cuando el ingeniero Mendoza se retiró de su anterior empleo, sus compañeros le brindaron una cálida despedida en un buen restaurante de la capital, haciéndole patente el sentimiento de que los dejara y de la pérdida que ello significaba para la empresa. Ahora se trataba de un recibimiento con el signo contrario en los sentimientos generados.

         -Aquí tenemos la tradición de darle la bienvenida a los nuevos profesores en La Sabrosona.

         Extraño nombre para un lugar de recibimiento. ¿Algún club? Pero como ello fue dicho con una muestra de tanto orgullo, el profesor vaciló y sólo pudo hacer una pregunta.

         -¿Y qué es La Sabrosona?
         -Ya la conocerás, camarita- fue la respuesta.

         El profesor Mendoza fue a La Sabrosona y el primer impacto que recibió fue la cantidad de humo que casi lo ahoga. “Extraño sitio para recibir a los nuevos”. Sí, para él todo estaba resultando extraño. Extraño el nombre, extraño el sitio, extraña la ceremonia. Sin embargo, no se puede llegar a un lugar de trabajo haciendo cuestionamientos desde el principio. “Vamos a esperar para ver hacia dónde conduce todo esto”, pensó. Y entre palos, humo, rockola y meseras, el profesor Mendoza pasó su primera velada social con los nuevos colegas.

         Como suele suceder en las relaciones humanas, el compartir es un dando y dando, aceptando y aceptando, por todas las partes. Eso creyó el profesor Mendoza, quien tenía sus propias aficiones. Le gustaba, por ejemplo, eso que llaman música clásica o académica. Pero pronto descubrió que estando precisamente en un ambiente académico esta música era la más rechazada. ¿Una paradoja? También le gustaba la pintura, pero aquí tampoco logró entrar en sintonía con el grupo.

         -¿Picasso? ¡Ése lo que está es loco! Mi hijo que tiene siete años pinta mejor que él –le espetó un profesor del Departamento.                                                                                    
 ¿Otra vez preguntas? ¡El Departamento donde contrataron al profesor Mendoza! ¿Por dónde íbamos? Ah, sí. El profesor decía que su hijo de siete años pintaba mejor que Picasso. Conversación, por supuesto, iniciada por el nuevo profesor, porque en realidad, Picasso no figuraba entre los temas de interés para los miembros de dicho Departamento.

Tampoco pudo el nuevo profesor animar a los colegas para participar en otras actividades (exposiciones, paseos, visitas familiares). Nada. Una realidad le fue revelada: si quería mantener relaciones de camadería con ellos, su única alternativa era acompañarlos a La Sabrosona. Bueno, además de jugar cachito.

         El profesor Mendoza fue entonces varias veces más a esta peña. Allí conoció a muchos otros profesores de la Institución e incluso, a algunas Autoridades Universitarias, entre ellas, al propio Rector. Sí, el Rector. Ah, lo que pasa es que el Rector era muy amigo de ellos. Porque él era profesor de la misma Facultad y desde muchos años atrás se echaban palos juntos. Claro, ahora era muy fácil para el Rector llegar hasta allí. No, hasta el Departamento no, hasta La Sabrosona. Sólo tenía que cruzar la avenida. El carro quedaba bien resguardado en su puesto privado del Rectorado.

         Entre Autoridades, meseras y profesores, Mendoza se fue enterando de los intríngulis de la vida universitaria. De las elecciones, de la cachua que Fulano le pegó a Mengano, de los manejos en Compras, de la incompetencia del Director Tal y de muchas cosas más.

         También percibió la alta "estima" que el portugués profesaba a estos profesores, a quienes no les faltaban sus pasapalos de sardina y sus tequeños, las mejores meseras en sus mesas, con Jennifer incluida, y con crédito ilimitado para que consumieran lo que quisieran. El profesor Mendoza se quedó sorprendido por las cantidades que sus compañeros corrían a pagarle a Cesareo cuando cobraban la quincena. Una parte importante del sobre, porque antes pagaban con un sobre, se quedaba en La Sabrosona.

         ¿La música? El cantante que los tenía subyugado era Miltinho. Las canciones de Miltinho se repetían una y otra vez en la rockola, y tanto profesores como meseras se embelesaban escuchando su versión de “Amor de Pobre”.

Amor de pobre solamente puedo darte
Amor de pobre con cariño y humildad
Si te interesa esta propuesta de cariño
    Decídelo ahora porque ya no puedo más.

         ¿Que nunca la has escuchado? ¿En qué año naciste? Yo no te la puedo cantar, pero te puedo conseguir la versión que tenía La Sabrosona. Sí, aquí está:

 


      Siempre había alguna mesera quien no pudiera evitar que le resbalaran las lágrimas por las mejillas escuchando esta canción, y siempre había también algún profesor que sacara su pañuelo para secárselas, a la vez que la  consolaba.

           El profesor Mendoza pensó que el sacrificio para poder encajar en el grupo era bastante grande, el ambiente de La Sabrosona lo estaba saturando y un día, muy tímidamente, hizo la pregunta, que en el fondo no era más que una protesta:

         -¿Pero no podemos ir a otro sitio?
         -Bueno, sí podemos –fue la respuesta.

         Y una noche fueron a otro sitio.

         El nuevo sitio no era menos sórdido que La Sabrosona. Después de entrar por un también estrecho pasillo, se llegaba a un salón repleto de gente que casi no se veía por el humo, y donde tampoco había asientos ni mesas suficientes para tanta gente. El profesor Mendoza y sus amigos apenas pudieron traspasar la puerta y la multitud de borrachos trasnochados no les permitió continuar avanzando. Sin embargo, la gente se estacionaba ahí, esperando quién sabe qué cosa. Por lo menos eso fue lo que se preguntó Rómulo Mendoza. 

        De pronto algo ocurrió, se armó una trifulca y comenzaron a llover los insultos y manotazos, y a volar botellas. Un profesor le gritó a Mendoza
         -¡Corre!
Mendoza corrió sin saber hacia dónde ni porqué, sólo los seguía, y cuando lograron estar a salvo preguntó qué había sucedido. Resultó que un profesor de su grupo había aprovechado el amuñuñamiento y la oscuridad para agarrarle el rabo a otro tipo que estaba ahí parado. El tipo lo descubrió y su reacción no se hizo esperar.

-¿Y por qué hizo eso?
Vaya usted a saber. Al parecer era una manera de actuar de ese profesor cada vez que estaba “prendido”.

-¿Qué hacemos ahora? –preguntó alguien del grupo.
-Vamonós pa`La Sabrosonarespondió otro.

Todo el grupo  se trasladó a su ateneo, donde Cesareo los recibió con el mayor de los entusiasmos. El recuerdo de lo que sucedió fue el gran motivo de diversión de esa noche. Al parecer ya esto había sucedido otras veces. “Este Palillo es loco cuando se rasca”. Palillo es el profesor de la agarrada de rabo. Surgieron del archivo de los recuerdos las diversas aventuras vividas en otras jornadas. Una vez habían salido prendidos de ese mismo lugar y con ellos andaba el entonces Rector Meliani.  Por algún motivo llegaron a la Plaza Bolívar y el Rector, que no aguantaba las ganas de orinar, se orinó al pie del monolito que tiene la estatua de Simón Bolívar.


Este episodio, ocurrido antes de que el profesor Mendoza llegara a la Universidad era muy recordado por el grupo. Siempre se repetiría el cuento cuando la ocasión se presentaba, en medio de risas cómplices y de reprobación amistosa: “Meliani también es medio loco cuando está borracho”. Esto de estar "borracho", se enteró después Mendoza, al parecer ocurría con mucha frecuencia.

¡Cuántos sacrificios hay que realizar para tener la fortuna de compartir con unos amigos! Pero todo sacrificio tiene su límite y el límite del profesor Mendoza llegó el día cuando fue invitado para discutir el Trabajo de Ascenso de otro profesor. En realidad no fue un día, sino una noche. El Jurado se reuniría con el profesor aspirante y los invitados especiales para defender su trabajo…, en La Sabrosona.

         El profesor Mendoza no resistió más y protestó enérgicamente. No le parecía que éste fuera el sitio ideal para realizar un acto académico de tanta majestad. Era una burla para la Universidad, para la Academia, para los profesores, y muy especialmente para el profesor defensor, quien se vería obligado a asistir a un acto tan aberrante en lo que para él debería constituir más bien un honor. ¿Y las profesoras? ¿Las profesoras debían también concurrir a La Sabrosona? ¿O ellas estaban excluidas de estos actos académicos? Una cosa son los gustos particulares de las personas y de lo que quieran hacer con sus vidas privadas y otra son los valores de la Institución. No, definitivamente ese sitio debía ser cambiado. “No puedo creer que esta invitación sea en serio. Debe ser un juego para reírse luego”, dijo Mendoza. Pero no, no era un juego ni tampoco se rieron luego. Todo lo contrario, el profesor Mendoza fue muy criticado por no acatar las normas del grupo y de la Cátedra, y su falta de integración al Departamento. Otro profesor, que también era nuevo en la Institución y tenía mayor capacidad de adaptación (seguramente tendría mucho éxito en su carrera), lo recriminó:

-¡Qué bolas tienes tú! ¿No ves que quien te está invitando es el Presidente del Jurado? Tú tienes la obligación de asistir.

Pero el profesor Mendoza se mantuvo firme y no asistió esta vez…ni ninguna otra más. La Sabrosona era un capítulo cerrado para él. Sin embargo, el Trabajo de Ascenso se discutió allí y los profesores continuaron siendo lo que siempre habían sido.

 El profesor Mendoza comenzó a tener serios problemas en el Departamento, y especialmente en la Cátedra donde trabajaba. Casualmente el Presidente de aquel Jurado era también el Jefe de la Cátedra. A partir de allí fue visto como elemento sospechoso y tildado de asocial. Fue imputado por su incapacidad para relacionarse con sus colegas, su aislamiento del grupo constituía un acto de soberbia y prepotencia. Era anárquico y se las daba de gran cacao. Y muchas cosas más que se expresaban en los corrillos.

Cuentan las crónicas que éste fue apenas el inicio de un largo camino lleno de piedras y guijarros que debió recorrer Mendoza con los pies descalzos. Sí, ese largo camino le llevó 20 años de su vida. En realidad, según dicen, no le “llevó, todavía le “lleva”. El camino sigue y se estrecha, y a los lados surgen matas con espinas. Pero no se estrecha tanto como para que no pueda seguir. La idea es que siga y tropiece, y siga y tropiece, y siga…

Cuentan las crónicas que cuando el profesor ve una salida, los viejos residentes de La Sabrosona, y los descendientes que han formado, se la tapan, y el profesor Mendoza tiene que seguir, y seguir. Pero un día...No, sí es verdad..., siguen otros cuentos. Éste se terminó.


sábado, 7 de septiembre de 2013





LOS BOLEROS QUE CANTABA




RISQUE

Octavio Acosta Martínez





          Cuando estudiaba bachillerato en Ciudad Bolívar tenía una memoria increíble para las canciones. Apenas las escuchaba una vez y si me gustaba me las aprendía para siempre. Definitivamente, hay cosas que cambian con el tiempo. ¿Cómo hacía? No lo sé. En mi casa no teníamos equipo de sonido -"Picó" en aquellos tiempos- y mucho menos discos. En pocas casas lo había. Más que todo escuchaba las pocas emisoras que llegaban en onda corta, y las dos de la ciudad en onda larga. Esto lo hacía  durante las visitas a familias amigas, porque en casa tampoco teníamos radio.

     Me gustaba cantar y lo hacía con frecuencia en las reuniones con compañeros de estudio. También en las serenatas, porque en ese entonces yo era un serenatero empedernido.

         ¿Qué era lo que más me gustaba cantar?  Los boleros, por supuesto.

            Hubo un bolero que me marcó de una manera especial. Si tuviera que elegir el bolero más representativo de lo que yo he sido, sería ése. Se llamaba Risque y lo interpretaba un cantante colombiano de nombre Alberto Granados. Él no era muy conocido en Venezuela -ni siquiera en la propia Colombia-, pero ese bolero llegó. Con Risque yo me sentía nostálgico, triste, romántico y fantasioso. Me ponía a cantarlo (en el baño) y me transportaba a increíbles escenarios. Después, al menos para mí, llegó la versión de Lucho Gatica con partes en portugués (la canción es brasilera, de un compositor que se llamaba Ary Barroso). Muy buena también, pero mi Risque era la de Alberto Granados.

          En ese tiempo tuve un compañero serenatero que se llamaba Pedro Sánchez. Pedro era de Puerto La Cruz y llegó a Ciudad Bolívar a terminar el bachillerato. "Terminar" para nosotros era llegar hasta cuarto año, pues en Ciudad Bolívar no había quinto año. Para graduarse de bachiller era necesario trasladarse a Caracas. Algunos se marchaban a Mérida. Pedro tocaba la armónica como un virtuoso. Él interpretaba la melodía y simultáneamente le añadía toda su estructura armónica. Era el único conocido que lo podía hacer. Cuando tocaba daba la impresión que se trataba de dos intérpretes. Me explicó que lo lograba girando la lengua y atravesándola en forma vertical al hacer contacto con la armónica. Esto era realmente muy difícil. Se colocaba frente a mí sin la armónica para hacerme la demostración y lo entendiera mejor. Varias veces traté frente a un espejo de hacer lo mismo que Pedro y nunca lo logré. Bueno, Pedro Sánchez, su armónica y su lengua atravesada era el conjunto que me acompañaba en las serenatas.

         La única dificultad que debíamos afrontar para las serenatas era la poca sonoridad (volumen) de la armónica. Sobre todo en el espacio abierto de una calle, parados frente a una ventana. Pero eso lo solucionamos fácilmente transportando con nosotros nuestra propia concha acústica: una lata vacía de leche en polvo Nido o Klim, de 5 libras, de las que vendían antes en las pulperías y en los incipientes abastos que nacieron en la ciudad. Uno ponía la boca de la lata todo lo cerca que se pudiera de la armónica, de medio lado para no taparla, y hay que ver cómo se amplificaba el sonido. Así dábamos las serenatas. Yo sostenía la lata mientras Pedro tocaba, y simultáneamente me disparaba mi canción. Yo no necesitaba amplificación porque lo que tenía en ese tiempo era un gañote. 








           Éste era el aspecto que tenía mi conjunto acompañante. Lamentablemente no tengo una foto de Pedro de quien no tuve más noticias después que terminamos nuestro cuarto año. Él se fue a estudiar a la Escuela Militar, como tantos otros estudiantes pobres cuyas familias no tenían los recursos para enviarlos a terminar su bachillerato a otra ciudad. Ojalá esté vivo y con buena salud.

          Gracias a la maravilla de Internet  y de Youtube particularmente, he encontrado aquella vieja versión de Risque cantada por Alberto Granados. Se la ofrezco a ustedes, pero eso sí, para apreciarla tienen que ponerse en mi lugar y sentirse como si fueran yo, hace... varios años atrás, cuando estudiaba tercer año de bachillerato.





          Bueno amigos, para terminar esta crónica sobre Risque, aquí va la versión de Lucho Gatica. Cuando desapareció Alberto Granados de los espacios hertzianos venezolanos, ésta fue la versión que comencé a escuchar, y es la que hoy tengo en un disco. Menos mal que también es buena. Nunca llegué a escuchar otra cosa de Alberto Granados. Ni siquiera llegué a ver un disco de él. Durante mi estadía en Colombia y después en los viajes que he hecho  a esa querida tierra hermana, lo he solicitado y me he encontrado con la sorpresa de que en las ventas discográficas no lo conocen. En realidad no es tan sorpresivo, porque en Colombia, sobre todo para la época de Risque, no eran muy boleristas que digamos. En los años que viví allá nunca llegué a bailar un bolero en una fiesta, así que tuve que aprender a bailar pegaíto girando como un trompo al ritmo de la gaita, el porro y el vallenato.

          Aquí está,  Lucho Gatica y Risque:






          




jueves, 5 de septiembre de 2013






Cuento




CLASES DE MANEJO
Octavio Acosta Martínez
octaviocultura@hotmail.com
Twitter@snittker











            Aquella ciudad todavía no se había abierto a los espacios de un mundo moderno que avanzaba a pasos agigantados  hacia nuevos estadios de desarrollo en otras latitudes. Aunque no era precisamente lo que pudiera entrar en la categoría de “pueblito viejo”, su vida se caracterizaba por la sencillez de sus costumbres y, en un polo opuesto, por la rigurosidad de una  moralidad arcaica que parecía no ajustada a la proporción del territorio y tamaño de población que manejaba. En una clasificación muy popular que se hace en Venezuela para ubicar estos casos que no encajan dentro de las categorías de “ciudad” ni “pueblo”, era lo que allí se denomina “un pueblo grande”. Eso era en realidad Bucaramanga, un pueblo grande.



      

    Conservadora e impregnada de una educación fundamentalmente orientada por principios religiosos ofrecía pocas libertades para la expresión de tendencias que son innatas en la propia naturaleza humana. Una de estas expresiones, y sobre la cual se referirá este relato, es la manifestación física del amor.

 Fuera del matrimonio la relación sexual era  severamente condenada y la chica que hubiese tenido la desdicha de perder su virginidad sin contar con la debida bendición sacerdotal, quedaba en grave peligro de perder también la posibilidad de encontrar un hombre desprejuiciado y comprensivo que estuviese dispuesto a unir sus lazos en forma definitiva con ella. Por eso los padres eran muy estrictos en el cuidado del honor de sus hijas. Nada de que ellas alquilaran un apartamento o una casa, e irse a vivir solas, así contaran con los medios que se los permitieran. Ellas vivían bajo vigilancia permanente de sus padres, independientemente de la edad que tuvieran. Mientras no se casaran –y muchas no lo hacían nunca- vivían con ellos, a quienes estaban sometidas y debían contar con su consentimiento para asistir a las actividades más inocentes que se pudiera imaginar, como por ejemplo, una simple fiesta de cumpleaños.

            Las muchachas tenían, hay que reconocerlo, mucha libertad para establecer noviazgos, pero eso sí, siempre que se desarrollaran mediante visitas a sus casas y dentro de un horario previamente establecido. Estas visitas no sobrepasaban el espacio de la sala, donde debían permanecer sentados juiciosamente en el clásico sofá. Todas las puertas  y ventanas que la comunicaban con el resto de la casa permanecían abiertas y por ellas se daba un desfile interminable de personas que aparentando cotidianidad no daban margen a que la pareja se dejara arrastrar en un momento de debilidad por los hechizos de la pasión.

           Nada de pensar en llevar a la novia a fiestas, cine, heladerías (cuando Augusto llegó a Bucaramanga sólo había una), discotecas (no había ninguna); ni siquiera a misa si no disponía de la compañía de una chaperona que generalmente era la mamá; pero podría ser también una tía, una hermana, o cualquier persona de confianza de los padres. Lo importante era no permitir que los novios estuvieran solos en ningún instante. Él tuvo la experiencia particular de no poder ir con su novia ni siquiera a la casa de al lado, una familia amiga, cuya puerta estaba a escasos tres metros de la de ella. En los Diciembre generalmente se reunían los jóvenes vecinos a bailar en esa casa, lo cual se hacía en la sala, abierta a la mirada de todo un público que se agolpaba, como si fuera un espectáculo, a presenciar la fiesta. Ésa era la costumbre de la época, cuando había una fiesta en una casa, esto constituía un espectáculo para toda la vecindad y amigos que no habían sido invitados. No había rollo con esto. Ellos se acomodaban en puertas y ventanas para disfrutarla también a su manera y allí permanecían hasta que todo se terminaba. 
         Tuvo que pasar un tiempo para que Augusto asimilara ésta  y otras costumbres que contrastaban  con las que había adquirido en su país. En éste, si alguien, amigo de una casa, no era invitado a una fiesta se ponía de manifiesto una especie de orgullo que le impedía siquiera acercarse al lugar donde ésta se celebraba, no fueran a pensar que deseaba hacerse visible a ver si obtenía una invitación de última hora. Mucho menos  establecerse en la ventana a mirar. Esto se interpretaba como un grito silencioso:¡Quiero entrar! De la misma manera no podía entender, que con toda esta cercanía y vigilancia gratuita, si una chica no tenía su propio vigilante particular que la acompañara, no podía ir a una fiesta. ¿Qué se pensaba que podría hacer un hombre con ella ante tanta gente, en un espacio completamente iluminado y tan cerca de su casa? No quedaba más que aceptarlo, ésas eran las normas familiares y sociales, y bien es sabido que quien va a Roma deberá hacer lo que hacen romanos. Debido a esta pueblerina costumbre resultaba pintoresco el paisaje que presentaba cualquier fiesta que se hiciera en la ciudad. Porque así como había este público externo tan particular, también había adentro otro público no menos particular. Pero mientras el primero era espontáneo y alegre, el segundo era obligado y sacrificado, con funciones muy definidas. Estaba integrado por las madres, tías, o lo que fuera, acompañantes de las jóvenes, sentadas alrededor de la sala, guardianas de la honra de las jóvenes que se entregaban mientras tanto a la sensualidad de la cumbia y de la gaita, y a la alegría del porro y el vallenato.  Esta paciente espera duraba hasta que el baile terminara y pudieran luego conducir a sus muchachas sanas y salvas a la seguridad de sus respectivos hogares. Lo máximo que Augusto pudo hacer para burlar esta vigilancia tan estricta era esconderse detrás de otras parejas y bailar los porros y vallenatos “pegaítos”, puliendo la hebilla. Cosa mala, porque después llegaba encendido a su cuarto de residencia, y sin agua para poder apagar el fuego.

            Nada que ver con los novios de la época actual. Sorprende ver la libertad de la que gozan. Augusto no puede dejar de establecer mentalmente el contraste con su situación de ayer y piensa que aquella época fue increíblemente injusta para con los de su generación. ¡Ay! ¡Si tuviese una segunda oportunidad! Estos cambios han permitido dejar al descubierto su naturaleza profundamente envidiosa, hallazgo ante el que él mismo se sintió sorprendido. No sólo desconocía esta debilidad propia, sino que antaño hubiese estado dispuesto a batirse en duelo con cualquiera que le señalara siquiera la posibilidad de semejante debilidad. Hoy, sin embargo, él es capaz de confesar sin rubor que siente una profunda envidia y reconcomio por la plenitud con la que viven los jóvenes actuales, pudiendo ellos expresar libremente, como la cosa más natural, sus elementales tendencias humanas ¿Cómo se podía antes mantener un adecuado equilibrio psicológico con tantos deseos reprimidos?

            Él se siente, no obstante, intrigado de cómo fue posible que a pesar de tanto control la tasa de crecimiento de la población de la ciudad –el pueblo grande- , así como la de todo el país, fuese tan elevada; una de las más elevadas de América Latina. Su crecimiento era evidentemente mayor que la del número de matrimonios ¿De qué manera se las arreglaban los jóvenes de entonces para burlar tan estrictos mecanismos de control? Él era un joven de entonces y recuerda que no era nada fácil. Cuando se presentaba la oportunidad de un escape no había tampoco muchos sitios donde esconderse. Los hoteles también participaban de la moral victoriana de la ciudad y no se prestaban para encuentros amorosos furtivos. No existían los moteles de ahora, donde no es necesario registrarse con su firma ni llevar equipaje. Pero el amor siempre ha descubierto atajos que le han permitido llegar a su destino sin la interferencia de peajes morales que se interpongan en el camino, y por eso el mundo confronta hoy en día los serios problemas de superpoblación que tiene... “¿Qué tendrá todo esto que ver con las clases de manejo que enuncia el título del relato?” ... ¿Ya se lo preguntó?

              Augusto tuvo muchas novias en Bucaramanga, y como el ser humano tiene una capacidad increíble para adaptarse a las más adversas circunstancias, aceptó las reglas del juego y así fue como vivió inmensamente feliz con sus amores. Todo a pesar de lo asombrosamente inocentes que fueron éstos, comparado a las nuevas prácticas experimentadas por la actual juventud, incluído ese novedoso estatus de “amigos con derechos” de la que ahora se puede gozar sin tener necesidad de adquirir ningún compromiso que los ate. Es sólo hoy, y no ayer, cuando él viene a ejercer una muda actitud de protesta y cuando descubre ese carácter de envidioso que estaba allí, agazapado.

        Hubo una vez, sin embargo, en la que estuvo firmemente decidido a romper con los moldes establecidos y a violar todas las reglas del antiguo juego. Tenía entonces una novia que le movía los cimientos de su masculinidad y le hacía olvidar de los convencionalismos sociales que en otros casos había soportado. Él quería y deseaba aquel dechado de mujer.          


De  cuerpo ondulante, resaltado siempre por vestidos ajustados al cuerpo,paso de modelo de pasarela, perfil de anunciadora de resultados de la lotería en TV, mirada pícara que invitaba a no sé qué, le embotaba los sentidos y le hacía brotar esa prehistórica animalidad de la atracción del macho por la hembra. Dejándose dominar por este impulso decidió que con ella llegaría hasta las más altas esferas del amor y ninguna moralidad de pueblo lo iba a detener.

       Comenzó así a trazar un minucioso plan para lograrlo, como si diseñara algún complicado mecanismo propio de sus estudios de ingeniería. La cita para el encuentro en solitario no era problema, pensó. Bastaba con que ella saliera a hacer alguna diligencia personal, para la que no necesitara una chaperona, o simplemente que faltara una tarde a clases… porque ella también era estudiante. Él la encontraría “casualmente” y se dirigirían felizmente a una programada clandestina luna de miel. El problema que debía resolver era  a dónde llevarla.






     Como la disponibilidad de sitios de encuentro no era un problema sólo suyo, en compañía de unos amigos de estudios que también estaban interesados, emprendió una búsqueda minuciosa por toda la ciudad, y fuera de ella. Fue así como descubrieron unas recién inauguradas cabañas en las afueras de Bucaramanga que estaban destinadas precisamente para albergar por unas horas a parejas sin maleta. El sitio se ajustaba como media al pie, a sus “epirituales” propósitos. Cada cabaña, semi escondida entre árboles y diseñada con una  intencional rusticidad, constaba de dos niveles. En el de abajo el cliente-amante dejaba su vehículo bien resguardado de miradas indiscretas que pudiesen identificarlo. Se subía por una escalera de madera al nivel superior donde, en el mismo 
suelo estaba el acogedor lecho del amor. Algo así como el aposento donde Tarzán adoraba a Jane. Las paredes estaban también formadas por troncos delgados de árboles y el techo, de hojas de palmera daban ese aire de intimidad romántica muy apropiado para encuentros como los que él y sus amigos buscaban. Si alguien deseaba acompañar el encuentro con alguna bebida (aguardiente, o quizás una botellita de Ron Añejo de Caldas), pulsaba un timbre y enseguida se presentaba un empleado en la parte de abajo.Desde un pequeño balcón interno se le daba la orden correspondiente que al traérsela la colocaba en una pequeña cesta que se halaba con una cuerda desde arriba. En esa misma cesta el afortunado cliente bajaba luego el importe del consumo y su respectiva propina. De esta manera, el intercambio se daba sin contacto visual y se mantenía así, la más absoluta privacidad. Todo esto lo explicó el encargado del negocio en un tour que les hizo a los chicos exploradores por las cabañas.

 “¡Éste es el sitio de mi anhelado encuentro!”, pensó Augusto con entusiasmo. Sólo le faltaba ahora cubrir dos pequeños detalles: conseguir un automóvil y aprender a manejarlo. Pero para eso contaba él con un amigo muy especial.

        El único amigo, compañero de estudios, que tenía un vehículo automotor, un jeep, era Palomino Moreira. Amigo afable, delgado, de mediana estatura, ojos pequeños muy vivaces, tez morena y pelo negro muy liso. Era del tipo que en Venezuela llamaban  negro"culí"; negro de pelo liso con aspecto un poco indú. Lo que  Augusto no recuerda hoy -han pasado muchos años- es si fue con él que descubrió las cabañas, pero sí fue a él a quien acudió para solucionar lo de los “dos pequeños detalles”. Le solicitó a Palomino que le enseñara a conducir. Después de aprender le pediría en préstamo su jeep por una tarde, cuando haría la prueba definitiva  de sus recién adquiridas facultades de conducir…con una novia al lado.
     Palomino siempre fue un compañero muy amable, cordial y cooperador. Accedió de inmediato a su solicitud:
-¡Cómo no, Augusto, con mucho gusto!- fue  su respuesta.

Comenzaron así las primeras clases de manejo. De esta manera el joven amante había ya emprendido el viaje hacia la suprema felicidad.
Las dos primeras lecciones fueron realmente exitosas, Palomino tenía excelentes dotes de instructor. Dotado él de un espíritu innato de facilitador, mucha paciencia y sin miedo para soltarle su jeep a un aprendiz, y Augusto  por otra parte, acicateado por lo que aquello representaría en su vida, fueron dos ingredientes que se unieron para que los progresos se dieran en forma bastante rápida. Comenzó por aprender a encender el jeep y luego a ponerlo en movimiento sin que se apagara. Le costaba, por supuesto, como a todo principiante, realizar el cambio de velocidad y la tendencia era la de andar un largo trayecto en “primera”, hasta que Palomino le decía:
-Cambie, hombre, cambie a segunda.
Bueno, y después sería a tercera, y a cuarta, y luego a neutro para detenerse, y nuevamente a primera, y al segundo piso de la cabaña… “¿pero, qué digo?”
     En la segunda clase aprendió a retroceder y a estacionarse. Claro, el jeep se le apagaba antes de completar la maniobra, o le metía otra velocidad creyendo que estaba en retro, y se sorprendía cuando el vehículo saltaba hacia delante; pero con unos cuantos intentos le fue tomando el pulso al manejo. Cada vez se sentía más cerca de subir al segundo nivel –ahora sí- de aquella fabulosa cabaña, que era algo así como subir a la gloria… ¡Pero llegó la tercera clase!

Los amigos se reunieron en la habitación-residencia que compartía con Alfredo Barrios, otro compañero de estudios y eterno amigo, y Manuel Anzola, estudiante de Ingeniería Metalúrgica. Allí los recogió Palomino para acompañar a Augusto en su tercera clase. Éste debía conducir el jeep hasta la U (apócope afectivo con el que los estudiantes designaban a la Universidad). Alfredo se sentó en el asiento delantero, en el extremo derecho, mientras que Palomino lo hizo en el centro, al lado del chofer, para poder darle las instrucciones precisas. Anzola se ubicó en el asiento trasero. Augusto arrancó con mucha decisión, casi como un chofer experimentado, y subió alegremente por el Boulevard Santander para empalmar luego con la Calle 14. Después doblaría en la Carrera 27, hacia la izquierda, en dirección a la U.
 Cuando ya estaba en la 14 Palomino le indicó que recortara la velocidad.
-Recorte, mano, mire que debe hacer el Pare en la 27.
Faltaban pocos metros para llegar a la 27, pero él mantenía la misma velocidad.
-¡Frene, hombre, frene!- ordenó Palomino.

Ahí fue cuando se presentó el problema. En pocos segundos el aprendiz de chofer y futuro feliz amante, pensó: “si me detengo ahora, tengo que poner el jeep en neutro, después pasar a primera con el croche metido y luego hacer la difícil maniobra de sincronizar “croche” con chancleta de gasolina, una con un pie y la otra con el otro, sin que se me apague y sin que se me eche hacia atrás, donde seguramente le daría al carro que ya habrá llegado allí. Y  enseguida doblar a la izquierda ¡Muy complicado! Todavía no he practicado arrancar en subida”. Lo que hizo entonces, fue realizar un barrido visual de 180 grados, en fracciones de segundo, y se percató de que no venía ningún vehículo por la derecha ni por la izquierda de la 27; tampoco bajaba nadie en ese momento por la 14.  Así que dobló decididamente hacia la izquierda sin recortar para nada la velocidad. Los amigos, todos estudiantes de ingeniería, pudieron entonces comprobar experimentalmente que aquello de la fuerza centrífuga no era gamelote.

 Las llantas rechinaron, el jeep se cimbró y se lanzó como un potro  desbocado hacia la U, en dos ruedas. Por un movimiento reflejo de protección Alfredo lanzó su mano derecha en busca de un apoyo para no salirse del jeep y lo que encontró fue el asfalto de la 27.  Se raspó la mano, pero se salvó y salvó a la promoción de contar hoy con un miembro menos. Augusto escuchaba los gritos desaforados de Palomino y no entendía el motivo de tanto alboroto, pues estaba seguro de tener el control absoluto del jeep. Nunca pensó que pudieran estar en peligro. Andar en dos ruedas era lo mismo que andar en bicicleta, o en moto, ya que se trata de una cosa con motor. En cualquier caso, es algo que se hace frecuentemente con mucha facilidad.
 El jeep se estabilizó casi dos cuadras después, cuando llegaron a la altura de la Clínica La Merced. Por supuesto, no fue él quien continuó conduciéndolo hasta la U. Palomino, quien lucía un inusual color blanco, se puso intransigente, como no era su costumbre, y no dejó que su compañero concluyera la lección.
-Es que usted no hace caso, mano-le dijo.
Hasta ahí llegaron las lecciones de manejo, y hasta ahí llegaron también las esperanzas de llevar a la novia a que conociera aquellas exóticas cabañas que descubrieron en las afueras de Bucaramanga. Las visitas continuaron en la sala de su casa, con todas las puertas y ventanas abiertas, y con la legión de padre, madre, hermanos, primos, amigos, en un intenso transitar, lo que no tenía ni la Carrera 27 aquella vez cuando él cruzó vertiginosamente hacia la U.