Cuento
CLASES DE MANEJO
Octavio Acosta Martínez
octaviocultura@hotmail.com
Twitter@snittker
Aquella ciudad todavía no se había abierto a los espacios de un
mundo moderno que avanzaba a pasos agigantados
hacia nuevos estadios de desarrollo en otras latitudes. Aunque no era
precisamente lo que pudiera entrar en la categoría de “pueblito viejo”, su vida
se caracterizaba por la sencillez de sus costumbres y, en un polo opuesto, por
la rigurosidad de una moralidad arcaica
que parecía no ajustada a la proporción del territorio y tamaño de población
que manejaba. En una clasificación muy popular que se hace en Venezuela para
ubicar estos casos que no encajan dentro de las categorías de “ciudad” ni “pueblo”, era lo que allí se denomina “un pueblo grande”. Eso era en realidad Bucaramanga,
un pueblo grande.
Conservadora e impregnada de una educación fundamentalmente orientada por principios religiosos ofrecía pocas libertades para la expresión de tendencias que son innatas en la propia naturaleza humana. Una de estas expresiones, y sobre la cual se referirá este relato, es la manifestación física del amor.
Conservadora e impregnada de una educación fundamentalmente orientada por principios religiosos ofrecía pocas libertades para la expresión de tendencias que son innatas en la propia naturaleza humana. Una de estas expresiones, y sobre la cual se referirá este relato, es la manifestación física del amor.
Fuera del matrimonio la relación sexual era severamente condenada y la chica que hubiese
tenido la desdicha de perder su virginidad sin contar con la debida bendición
sacerdotal, quedaba en grave peligro de perder también la posibilidad de
encontrar un hombre desprejuiciado y comprensivo que estuviese dispuesto a unir
sus lazos en forma definitiva con ella. Por eso los padres eran muy estrictos
en el cuidado del honor de sus hijas. Nada de que ellas alquilaran un apartamento o una
casa, e irse a vivir solas, así contaran con los medios que se los permitieran.
Ellas vivían bajo vigilancia permanente de sus padres, independientemente de la
edad que tuvieran. Mientras no se casaran –y muchas no lo hacían nunca- vivían
con ellos, a quienes estaban sometidas y debían contar con su
consentimiento para asistir a las actividades más inocentes que se pudiera
imaginar, como por ejemplo, una simple fiesta de cumpleaños.
Las
muchachas tenían, hay que reconocerlo, mucha libertad para establecer noviazgos,
pero eso sí, siempre que se desarrollaran mediante visitas a sus casas y dentro
de un horario previamente establecido. Estas visitas no sobrepasaban el espacio
de la sala, donde debían permanecer sentados juiciosamente en el clásico sofá.
Todas las puertas y ventanas que la
comunicaban con el resto de la casa permanecían abiertas y por ellas se daba un
desfile interminable de personas que aparentando cotidianidad no daban margen a
que la pareja se dejara arrastrar en un momento de debilidad por los hechizos
de la pasión.
Nada
de pensar en llevar a la novia a fiestas, cine, heladerías (cuando Augusto llegó a Bucaramanga sólo había una), discotecas (no había ninguna); ni siquiera
a misa si no disponía de la compañía de una chaperona que generalmente era la
mamá; pero podría ser también una tía, una hermana, o cualquier persona de
confianza de los padres. Lo importante era no permitir que los novios estuvieran
solos en ningún instante. Él tuvo la experiencia particular de no poder ir
con su novia ni siquiera a la casa de al lado, una familia amiga, cuya puerta
estaba a escasos tres metros de la de ella. En los Diciembre generalmente se
reunían los jóvenes vecinos a bailar en esa casa, lo cual se hacía en la sala, abierta a la mirada de todo un público que se agolpaba, como si fuera un espectáculo, a presenciar la fiesta. Ésa era la
costumbre de la época, cuando había una fiesta en una casa, esto constituía un espectáculo
para toda la vecindad y amigos que no habían sido invitados. No había rollo con
esto. Ellos se acomodaban en puertas y ventanas para disfrutarla también a su manera y allí permanecían hasta que todo se terminaba.
Tuvo que pasar un tiempo para que Augusto asimilara ésta y otras costumbres que contrastaban con las que había adquirido en su país. En éste, si alguien, amigo de una casa, no era invitado a una fiesta se ponía de manifiesto una especie de orgullo que le impedía siquiera acercarse al lugar donde ésta se celebraba, no fueran a pensar que deseaba hacerse visible a ver si obtenía una invitación de última hora. Mucho menos establecerse en la ventana a mirar. Esto se interpretaba como un grito silencioso:¡Quiero entrar! De la misma manera no podía entender, que con toda esta cercanía y vigilancia gratuita, si una chica no tenía su
propio vigilante particular que la acompañara, no podía ir a una fiesta. ¿Qué se
pensaba que podría hacer un hombre con ella ante tanta gente, en un espacio
completamente iluminado y tan cerca de su casa? No quedaba más que aceptarlo,
ésas eran las normas familiares y sociales, y bien es sabido que quien va a Roma deberá hacer lo que hacen romanos. Debido a esta pueblerina costumbre
resultaba pintoresco el paisaje que presentaba cualquier fiesta que se hiciera
en la ciudad. Porque así como había este público externo tan particular, también había adentro otro público no menos particular. Pero mientras el primero era espontáneo y alegre, el segundo era obligado y sacrificado, con funciones muy definidas. Estaba integrado por las madres, tías, o lo que fuera, acompañantes de las jóvenes, sentadas alrededor de la sala, guardianas de la honra de las jóvenes que se entregaban mientras tanto a la sensualidad de la cumbia y de la gaita, y a la alegría del porro y el vallenato. Esta paciente espera duraba hasta que el baile terminara y pudieran luego conducir a sus
muchachas sanas y salvas a la seguridad de sus respectivos hogares. Lo máximo
que Augusto pudo hacer para burlar esta vigilancia tan estricta era esconderse detrás
de otras parejas y bailar los porros y vallenatos “pegaítos”, puliendo la hebilla. Cosa mala, porque después llegaba encendido a su cuarto de
residencia, y sin agua para poder apagar el fuego.
Nada
que ver con los novios de la época actual. Sorprende ver la libertad de la que
gozan. Augusto no puede dejar de establecer mentalmente el contraste con su
situación de ayer y piensa que aquella época fue increíblemente injusta para con
los de su generación. ¡Ay! ¡Si tuviese una segunda oportunidad! Estos cambios
han permitido dejar al descubierto su naturaleza profundamente envidiosa, hallazgo ante el que él mismo se sintió sorprendido. No sólo desconocía
esta debilidad propia, sino que antaño hubiese estado dispuesto a batirse en
duelo con cualquiera que le señalara siquiera la posibilidad de semejante
debilidad. Hoy, sin embargo, él es capaz de confesar sin rubor que siente
una profunda envidia y reconcomio por la plenitud con la que viven los jóvenes
actuales, pudiendo ellos expresar libremente, como la cosa más natural, sus
elementales tendencias humanas ¿Cómo se podía antes mantener un adecuado
equilibrio psicológico con tantos deseos reprimidos?
Él se siente, no obstante, intrigado de cómo fue posible que a pesar de tanto
control la tasa de crecimiento de la población de la ciudad –el pueblo grande- , así como la de todo el
país, fuese tan elevada; una de las más elevadas de América Latina. Su
crecimiento era evidentemente mayor que la del número de matrimonios ¿De qué
manera se las arreglaban los jóvenes de entonces para burlar tan estrictos
mecanismos de control? Él era un joven de entonces y recuerda que no era nada
fácil. Cuando se presentaba la oportunidad de un escape no había tampoco muchos
sitios donde esconderse. Los hoteles también participaban de la moral
victoriana de la ciudad y no se prestaban para encuentros amorosos furtivos. No
existían los moteles de ahora, donde no es necesario registrarse con su firma
ni llevar equipaje. Pero el amor siempre ha descubierto atajos que le han
permitido llegar a su destino sin la interferencia de peajes morales que se
interpongan en el camino, y por eso el mundo confronta hoy en día los serios
problemas de superpoblación que tiene... “¿Qué
tendrá todo esto que ver con las clases de manejo que enuncia el título del
relato?” ... ¿Ya se lo preguntó?
Augusto tuvo muchas novias en Bucaramanga, y como el ser humano tiene una
capacidad increíble para adaptarse a las más adversas circunstancias, aceptó las
reglas del juego y así fue como vivió inmensamente feliz con sus amores. Todo a pesar de lo asombrosamente inocentes que fueron éstos, comparado a las nuevas prácticas experimentadas por la actual juventud, incluído ese novedoso estatus de “amigos con
derechos” de la que ahora se puede gozar sin tener necesidad de adquirir
ningún compromiso que los ate. Es sólo hoy, y no ayer, cuando él viene a
ejercer una muda actitud de protesta y cuando descubre ese carácter de
envidioso que estaba allí, agazapado.
Hubo
una vez, sin embargo, en la que estuvo firmemente decidido a romper con los moldes establecidos y a violar
todas las reglas del antiguo juego. Tenía entonces una novia que le movía los
cimientos de su masculinidad y le hacía olvidar de los convencionalismos sociales
que en otros casos había soportado. Él quería y deseaba aquel dechado de mujer.
De cuerpo ondulante, resaltado siempre por vestidos ajustados al cuerpo,paso de modelo de pasarela, perfil de anunciadora de resultados de la lotería en TV, mirada pícara que invitaba a no sé qué, le embotaba los sentidos y le hacía brotar esa prehistórica animalidad de la atracción del macho por la hembra. Dejándose dominar por este impulso decidió que con ella llegaría hasta las más altas esferas del amor y ninguna moralidad de pueblo lo iba a detener.
De cuerpo ondulante, resaltado siempre por vestidos ajustados al cuerpo,paso de modelo de pasarela, perfil de anunciadora de resultados de la lotería en TV, mirada pícara que invitaba a no sé qué, le embotaba los sentidos y le hacía brotar esa prehistórica animalidad de la atracción del macho por la hembra. Dejándose dominar por este impulso decidió que con ella llegaría hasta las más altas esferas del amor y ninguna moralidad de pueblo lo iba a detener.
Comenzó así a trazar un minucioso plan para lograrlo, como si diseñara algún complicado
mecanismo propio de sus estudios de ingeniería. La cita para el encuentro en solitario
no era problema, pensó. Bastaba con que ella saliera a hacer alguna diligencia
personal, para la que no necesitara una chaperona, o simplemente que faltara
una tarde a clases… porque ella también era estudiante. Él la encontraría
“casualmente” y se dirigirían felizmente a una programada clandestina luna de
miel. El problema que debía resolver era a dónde llevarla.
Como
la disponibilidad de sitios de encuentro no era un problema sólo suyo, en
compañía de unos amigos de estudios que también estaban interesados, emprendió
una búsqueda minuciosa por toda la ciudad, y fuera de ella. Fue así como
descubrieron unas recién inauguradas cabañas en las afueras de Bucaramanga que
estaban destinadas precisamente para albergar por unas horas a parejas sin
maleta. El sitio se ajustaba como media al pie, a sus “epirituales” propósitos.
Cada cabaña, semi escondida entre árboles y diseñada con una intencional
rusticidad, constaba de dos niveles. En el de abajo el cliente-amante dejaba su
vehículo bien resguardado de miradas indiscretas que pudiesen identificarlo. Se
subía por una escalera de madera al nivel superior donde, en el mismo
suelo estaba el acogedor lecho del amor. Algo así como el aposento donde Tarzán
adoraba a Jane. Las paredes estaban también formadas por troncos delgados de
árboles y el techo, de hojas de palmera daban ese aire de intimidad romántica
muy apropiado para encuentros como los que él y sus amigos buscaban. Si
alguien deseaba acompañar el encuentro con alguna bebida (aguardiente, o quizás
una botellita de Ron Añejo de Caldas), pulsaba un timbre y enseguida se
presentaba un empleado en la parte de abajo.Desde un pequeño balcón interno se
le daba la orden correspondiente que al traérsela la colocaba en una pequeña
cesta que se halaba con una cuerda desde arriba. En esa misma cesta el
afortunado cliente bajaba luego el importe del consumo y su respectiva propina.
De esta manera, el intercambio se daba sin contacto visual y se mantenía así,
la más absoluta privacidad. Todo esto lo explicó el encargado del negocio en un
tour que les hizo a los chicos exploradores por las cabañas.
“¡Éste
es el sitio de mi anhelado encuentro!”, pensó Augusto con entusiasmo. Sólo le faltaba ahora cubrir dos
pequeños detalles: conseguir un automóvil y aprender a manejarlo. Pero para eso
contaba él con un amigo muy especial.
El
único amigo, compañero de estudios, que tenía un vehículo automotor, un jeep,
era Palomino Moreira. Amigo afable, delgado, de mediana estatura, ojos pequeños muy vivaces, tez morena y pelo negro muy liso. Era del tipo que en Venezuela llamaban negro"culí"; negro de pelo liso con aspecto un poco indú. Lo que Augusto no recuerda hoy -han pasado muchos años- es si fue con él que descubrió las
cabañas, pero sí fue a él a quien acudió para solucionar lo de los “dos
pequeños detalles”. Le solicitó a Palomino que le enseñara a conducir. Después
de aprender le pediría en préstamo su jeep por una tarde, cuando haría la
prueba definitiva de sus recién
adquiridas facultades de conducir…con una novia al lado.
Palomino siempre fue un compañero muy amable, cordial y cooperador. Accedió de inmediato a su solicitud:
Palomino siempre fue un compañero muy amable, cordial y cooperador. Accedió de inmediato a su solicitud:
-¡Cómo
no, Augusto, con mucho gusto!- fue su respuesta.
Comenzaron así las primeras
clases de manejo. De esta manera el joven amante había ya emprendido el viaje hacia la
suprema felicidad.
Las dos primeras
lecciones fueron realmente exitosas, Palomino tenía excelentes dotes de
instructor. Dotado él de un espíritu innato de facilitador, mucha paciencia y
sin miedo para soltarle su jeep a un aprendiz, y Augusto por otra parte,
acicateado por lo que aquello representaría en su vida, fueron dos ingredientes
que se unieron para que los progresos se dieran en forma bastante rápida. Comenzó por
aprender a encender el jeep y luego a ponerlo en movimiento sin que se apagara.
Le costaba, por supuesto, como a todo principiante, realizar el cambio de
velocidad y la tendencia era la de andar un largo trayecto en “primera”, hasta
que Palomino le decía:
-Cambie,
hombre, cambie a segunda.
Bueno, y después sería a
tercera, y a cuarta, y luego a neutro para detenerse, y nuevamente a primera, y
al segundo piso de la cabaña… “¿pero, qué
digo?”
En
la segunda clase aprendió a retroceder y a estacionarse. Claro, el jeep se le
apagaba antes de completar la maniobra, o le metía otra velocidad creyendo que
estaba en retro, y se sorprendía cuando el vehículo saltaba hacia delante; pero
con unos cuantos intentos le fue tomando el pulso al manejo. Cada vez se sentía
más cerca de subir al segundo nivel –ahora sí- de aquella fabulosa cabaña, que
era algo así como subir a la gloria… ¡Pero llegó la tercera clase!
Los amigos se reunieron
en la habitación-residencia que compartía con Alfredo Barrios, otro
compañero de estudios y eterno amigo, y Manuel Anzola, estudiante de Ingeniería
Metalúrgica. Allí los recogió Palomino para acompañar a Augusto en su tercera clase. Éste debía conducir el jeep hasta la U (apócope afectivo con el que
los estudiantes designaban a la
Universidad ). Alfredo se sentó en el asiento delantero, en el
extremo derecho, mientras que Palomino lo hizo en el centro, al lado del chofer, para poder darle las instrucciones precisas. Anzola se ubicó en el asiento trasero. Augusto arrancó con
mucha decisión, casi como un chofer experimentado, y subió alegremente por el
Boulevard Santander para empalmar luego con la Calle 14. Después doblaría en la Carrera 27, hacia la
izquierda, en dirección a la U.
Cuando ya estaba en la 14 Palomino le indicó
que recortara la velocidad.
-Recorte,
mano, mire que debe hacer el Pare en la 27.
Faltaban pocos metros
para llegar a la 27, pero él mantenía la misma velocidad.
-¡Frene,
hombre, frene!- ordenó Palomino.
Ahí fue cuando se
presentó el problema. En pocos segundos el aprendiz de chofer y futuro feliz amante, pensó: “si me detengo ahora, tengo que poner el jeep en neutro, después pasar a primera con el croche metido y luego hacer la
difícil maniobra de sincronizar “croche” con chancleta de gasolina, una con un pie y la
otra con el otro, sin que se me apague y sin que se me eche hacia atrás, donde
seguramente le daría al carro que ya habrá llegado allí. Y enseguida doblar a la izquierda ¡Muy
complicado! Todavía no he practicado
arrancar en subida”. Lo que hizo entonces, fue realizar un barrido visual de
180 grados, en fracciones de segundo, y se percató de que no venía ningún
vehículo por la derecha ni por la izquierda de la 27; tampoco bajaba nadie en
ese momento por la 14. Así que dobló decididamente hacia la izquierda sin recortar para nada la velocidad. Los
amigos, todos estudiantes de ingeniería, pudieron entonces comprobar
experimentalmente que aquello de la fuerza centrífuga no era gamelote.
Las llantas rechinaron,
el jeep se cimbró y se lanzó como un potro
desbocado hacia la U ,
en dos ruedas. Por un movimiento reflejo de protección Alfredo lanzó su mano
derecha en busca de un apoyo para no salirse del jeep y lo que encontró fue el
asfalto de la 27. Se raspó la
mano, pero se salvó y salvó a la promoción de contar hoy con un miembro menos. Augusto escuchaba los gritos desaforados de Palomino y no entendía el motivo de tanto alboroto,
pues estaba seguro de tener el control absoluto del jeep. Nunca pensó que
pudieran estar en peligro. Andar en dos ruedas era lo mismo que andar en
bicicleta, o en moto, ya que se trata de una cosa con motor. En cualquier caso, es algo que se hace frecuentemente con mucha facilidad.
El jeep se estabilizó
casi dos cuadras después, cuando llegaron a la altura de la Clínica La Merced. Por
supuesto, no fue él quien continuó conduciéndolo hasta la U. Palomino, quien lucía un
inusual color blanco, se puso intransigente, como no era su costumbre, y no
dejó que su compañero concluyera la lección.
-Es
que usted no hace caso, mano-le dijo.
Hasta ahí llegaron las
lecciones de manejo, y hasta ahí llegaron también las esperanzas de llevar a la
novia a que conociera aquellas exóticas cabañas que descubrieron en las afueras
de Bucaramanga. Las visitas continuaron en la sala de su casa, con todas las
puertas y ventanas abiertas, y con la legión de padre, madre, hermanos, primos,
amigos, en un intenso transitar, lo que no tenía ni la Carrera 27 aquella vez cuando él cruzó vertiginosamente hacia la U.
jajajaja, muy graciosa la historia, aunque debe haber sido bien frustrante en ese momento, puffff, echito.
ResponderEliminarjajaja eso es como el balón de fútbol en un campo, por una decisión de fracciones de segundos cambió el curso de la vida de Augusto y sus planes. Era mejor detenerse y pasar la penita tranquilo.
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