Mi tía Pilar, las damas chinas
y
el Doctorado en
Ciencias Sociales de la UC
Cuando yo era muchacho mi tía Pilar ya estaba vieja. Si
tomamos en cuenta que para un muchacho cualquier persona que ya haya cumplido
los 30 es considerada vieja, entonces mi tía Pilar era bastante vieja. Tenía hijos que para mí también eran viejos, y éstos
a su vez habían tenido la oportunidad de generar su propia prole. Mi tía Pilar,
por tanto, militaba en las honrosas categorías de madre, abuela y bisabuela, simultáneamente.
Como toda una dama típica de la época y del pueblo en que yo vivía, ella permanecía encerrada en su casa -aunque no hubiera ninguna pandemia arruinándole la vida a la gente- dedicada a las clásicas labores del hogar. A pesar de que era muy creyente religiosa, ella tenía su manera muy particular de serlo, y no iba siquiera a misa a la catedral que tenía justo al frente de su casa. Quizás porque nadie la llevaba para ayudarla a cruzar la calle; o simplemente porque no le interesaba. Ahora que lo pienso, me nace la sospecha de que ella no creía mucho en los curas. Recuerdo los cuentos de curas vagabundos que me echaba, los que valiéndose de su sotana la pasaban bastante bien con las novias que conseguían durante sus asistencias espirituales. Por su boca me enteré de varias personas del pueblo que “la gente decía” eran hijos del cura tal o cual. Pero era lo normal, ella no se quejaba por eso. Esto lo tomaba sólo como un chiste el cual compartía con picardía en las reuniones familiares. Ella se quejaba sólo con la también clásica protesta de todos los viejos: “Es que las cosas no son ahora como antes”, “En mis tiempos no era posible que…bla, bla, bla,…”, y por ahí se iba en su crítica a cualquier cosa que estuviera observando con desagrado. Que era casi todo. ¿Y qué hacía ella, entonces, para divertirse?
La otra afición era la de jugar ludo y damas chinas. En las tardes y comienzo de la noche, después de cenar y recoger la vajilla, mi tía Pilar sacaba los cartones de juegos y allí comenzaba una amena velada, que era la única diversión en la que participaba toda la familia, y también las visitas, cuando las había. Para ponerle un poco de calor al juego se jugaba de a mediecito por cabeza. Cuando alguien tenía mucha suerte llegaba a reunir hasta dos bolívares. Yo participé en muchas de estas veladas, pero también tuve innumerables encuentros de este tipo con mi tía sola, llegándose a crear entre nosotros una amistosa, pero sofocante rivalidad. En estos encuentros particulares, lo que nos gustaba jugar era damas chinas. Pasábamos horas jugando y apostando de a locha y de a mediecito. Pero mi tía tenía un defecto: le disgustaba terriblemente perder. El perder la ponía de malísimo humor y sacaba a relucir un carácter irascible. Y para colmo de males –para ella- yo desarrollé una gran habilidad para este juego y desde un cierto momento en adelante mi tía no me pudo ganar una partida más. Esto se volvió un problema existencial para ella y no descansó hasta que logró diseñar una estrategia infalible con la que yo no podía.
Cada una desocupa su casa y traslada sus canicas hacia la casa del jugador que tiene enfrente haciendo movimientos de un solo paso, o movimientos que saltan sobre otras piezas de cualquier color de las que se encuentren en el tablero. Gana el primero que logre llenar completamente la casa de su oponente. En nuestro caso, yo avanzaba hacia la casa de mi tía Pilar y ella avanzaba hacia la mía (como se muestra en la figura). ¿Qué fue lo que se le ocurrió a mi tía Pilar? Ella comenzaba su avance hacia mi casa, pero dejando “atrasada” una de las canicas dentro de la suya. Seleccionó la canica que ocupaba el vértice, la punta de la estrella, la que está más adentro, para el “atraso”. Pero sucedió que éste fue un atraso permanente porque nunca la sacaba. Yo le decía:
-¡Ya
va! Yo estoy llevando primero las otras –me respondía con autoridad. Mientras
ella estuviera siguiendo las reglas de avance y tuviera algo que mover, no
había nada que reclamar. Éste era su pensamiento.
-Un
momento, que estoy acomodando éstas.
-¿Y cómo la voy a sacar si tú me tienes trancada? –convirtiéndose ella automáticamente en la víctima que reclamaba.
- ¿Cómo voy a hacer entonces para llenar todo, tía?
-Yo
no sé. Yo tampoco pude acomodar todas las mías porque tú no me dejaste.
¡Ah, tía, con qué cariño te recuerdo hoy! Tu
arbitrariedad y tu lógica, lejos de enojarme, la guardo dentro del inventario
de los gratos recuerdos de mi juventud. Ojalá que donde estés hayas encontrado
con quien jugar a las damas chinas. Pero cuídate de jugar con los santos,
porque como éstos hacen milagros, encontrarán la manera de meter sus canicas,
aun con la tuya adentro.
Pero,
¿qué tendrá esto que ver con el Doctorado en Ciencias Sociales de la UC?
“La inteligencia es la capacidad de relacionar”.
Estoy
cien por ciento en sintonía con esta definición. Es casi mi favorita, porque
ella compite con otra, que no sé si me gustará más:
“La inteligencia es la capacidad de resolver problemas”
En
realidad son prácticamente la misma. O
ninguna se puede dar sin la otra. Ellas se conectan mediante un lazo morineano
en el que cada una realimenta a la otra. Analícenlas con cuidado y encontrarán
la equivalencia.
·
El tiempo estipulado en el “contrato”
firmado para cumplir con todo los compromisos contraídos se terminó.
·
Cumplí con todos los requisitos
establecidos, menos con el susodicho seminario.
·
En vista de que éste no se abría,
terminé la tesis y la entregué para que formalmente quedara registrado que yo
había cumplido con mi parte.
·
La tesis, sin embargo, no puede ser
procesada, y mucho menos defendida, porque para ello debí haber cursado y
aprobado el seminario faltante. Así que mi tesis no se considera “reglamentariamente”
entregada.
·
No pude cursar, ni mucho menos aprobar,
el seminario faltante, como ya he dicho, porque éste nunca se abrió.
¿Se ve clara la relación? ¿A qué se les parece todo esto? ¡A la situación creada por mi tía Pilar con las damas chinas! Es muy fácil: lo que veo en el doctorado es el retrato exacto de mi tía Pilar. El seminario que no se ha abierto es la bolita que ella no sacaba de su “casa”. Yo, el que no debía ganar, sigo siendo el mismo, la víctima; que por obra y gracia de la interpretación que mi tía le dio al juego, terminé convertido en victimario. Y hoy, por obra y gracia de una reglamentación mal e injustamente aplicada del doctorado, diseñada para una situación distinta a la que actualmente existe, soy el que no ha cumplido con su compromiso firmado.